La capital de la isla "Chora", un pequeño centro urbano en cuyas laberínticas calles pasa el tiempo sin que uno se llegue a dar cuenta: cafés, tiendas, restaurantes, todos inmersos en un mar de paredes encaladas donde el colorido de puertas, ventanas y flores rescata a los ojos de un naufragio en aguas blancas. Abajo, en el suelo, también fluyen infinitos ríos de blanca cal decorando el pavimento: aquí dibujado un pulpo, allí un pez, más adelante un ojo deseando buena fortuna… el caminante se pierde en su laberinto de calles, mas no parece preocuparle. Ni siquiera le importa si ha pasado ya tres veces por el mismo lugar: la luz de Grecia hace que un rincón parezca diferente a cada momento. Música en cada brizna de aire, pintorescos visitantes vestidos con sus mejores galas de verano, pieles doradas por el sol, caras amables y relajadas, sonrisas y más sonrisas.
Alguna callejuela engalanada de buganvillas y jazmines nos acaba llevando a Little Venice, una parte del pueblo donde las casas hunden sus cimientos en el mar y donde el bullicio parece quedar atrapado en el laberinto dejado atrás. En este lugar, los barcos y los molinos sobre la colina le roban quizás un poco de protagonismo a las aguas cristalinas. En el puerto, el trasiego de barcos y comerciantes dan un matiz diferente al pueblo. Allí habitaba Petros, orgullosa mascota de Mikonos. Petros era un pelícano aparecido en el puerto tras una tormenta en los años 50. Tras su muerte, y dado el gran cariño que habitantes y visitantes le tenían, su presencia fue sustituida por otros pelícanos que hoy pasean a sus anchas entre puestos ambulantes, barcos y redes.

La bahía de Ornos, a cuatro kilómetros de Hora, es un lugar ideal para alojarse si se quiere tener el bullicio de la ciudad al alcance, pero lo suficientemente alejado como para olvidarse un poco del mundo. Sus playas de arenas blancas, el mar tan tranquilo, tan transparente, tan Egeo. Si no fuera por la estela blanca que dejan los barcos, a veces parece que flotan en el aire. Cuidados restaurantes donde calmar sed y hambre jalonan la playa. Nada de ruidosos chiringuitos, eso lo dejamos para más tarde. Ahora reina la paz y la comodidad. A tiro de piedra, los hoteles, tan discretos que no se diferencian de las casas, abrigan la bahía para que el visitante no tenga que desplazarse más de cinco minutos. Un lujo para cuerpos cansados.
También esperan nuestra visita los pequeños pueblos de la isla, con minúsculas plazas y una arquitectura auténticamente cicládica que no nos permite olvidar dónde nos encontramos. A ello también contribuyen las innumerables capillas e iglesias ortodoxas que, como rasgo distintivo, tienen cúpulas de color rojo. En un viaje por la isla se descubrirá que, como casi todas las Cicladas, Mikonos es una isla bastante árida en lo que a vegetación se refiere.
Para los incondicionales de la fiesta, no faltará un lugar en Mykonos. En fuerte contraste con la correcta Hora nocturna, en las playas Paradise y Súper Paradise el visitante encontrará desde el sol de mediodía un lugar donde dar rienda suelta a sus desinhibiciones. Música, comida, copas, mar, playa, instalaciones a pie de playa que rozan la lujuria y, sobre todo, mucha gente con un solo objetivo: divertirse hasta los límites más insospechados. Conviene advertir que en las zonas centrales de estas playas es bastante frecuente la práctica del nudismo. Por supuesto hay playas más tranquilas, como Psarou, Platys Gialσs, Elia, Paranga y la mencionada playa de Ornos.
Los amantes de la historia, así como los románticos, no deben perderse una excursión a Delos, la isla sagrada de Apolo. Según la mitología, aquí Leto dió a luz a los mellizos Apolo y Αrtemis, por lo que en esta isla estaba terminantemente prohibido nacer y/o morir. En cuanto a la historia, aquí se guardaba la fortuna que Atenas recaudaba de sus ciudades protegidas, y la isla floreció como un centro de lujo y refinamiento que se manifestó en sus construcciones: avenidas adornadas con leones de mármol, mansiones, mosaicos, comercios, edificios públicos de mármol deslumbrante. Todo de cara a un mar privilegiado donde el visitante, con un poco de suerte, hallará incluso juguetones delfines. Un completo museo da idea de lo que aquí se guardaba, a la vez que ofrece un refrigerio para mitigar los rigores del sol. La isla no está habitada más que por sus ruinas, así que hay que regresar y terminar la excursión donde comenzó: el puerto de Hora.